SOLEMNIDAD DEL BAUTISMO DEL SEÑOR - Tú eres mi Hijo amado...



El primer domingo, luego de la temporada navideña, termina con una escena que no esperamos: El Hijo de Dios, ya adulto, se encuentra a orillas del río Jordán, en fila con los penitentes para recibir el bautismo de otro hombre que también encontramos ya grande: Juan, hijo de Isabel y Zacarías.

 

Lucas lo había presentado en los relatos de la infancia como el fruto de un vientre estéril, del que su padre canta sobre él como "profeta del Altísimo", precursor del ministerio del Mesías.

 

Este, desobedeciendo la ley judía que le haría ser sacerdote como su padre, no se encuentra en el templo sino en el desierto y allí predica la conversión y prepara los corazones para nacer a una nueva vida.

 

Lucas nos hace contemplar la preparación a la siembra de la Palabra divina: Juan labra la tierra, arranca raíces, reaviva el fuego de los anhelos profundos del corazón, dormidos bajo las cenizas de los pecados.

 

Juan es muy consciente de que él no es el Cristo, es simplemente un intermediario, pero sabe presentar a los demás al Mesías que viene a conferir un bautismo de fuego que purifica y transforma radicalmente vidas; y mientras habla de ello, Jesús aparece, sale a su encuentro. Él no espera a ser encontrado, sino que avanza hacia Juan y hacia quienes reciben su bautismo. 

 

Las aguas en las que son sumergidas estas gentes, acogen al Mesías y son santificadas por él. Así el pastor se impregna del olor de la oveja y lo hace ascender al Padre. Ya no hay separación: la tierra tiene acceso al Cielo y el Cielo puede comunicarse con la humanidad. Habiendo entrado en las aguas, el Hijo ora, santifica, e intercede por los numerosos necesitados de todos los tiempos.

 

Al recibir nuestro bautismo, nosotros hemos sido también capacitados para acoger el perdón que regenera y transforma, y para hacernos hombres y mujeres orantes y misioneros; sí, misioneros, enviados a testimoniar lo dado con nuestro sencillo testimonio de vida …nada más, nada raro…

 

Cada uno desde donde pueda y esté: en el trabajo, en el hogar, en el colegio, en la enfermedad, en el sufrimiento, en el gozo y la alegría, en el entusiasmo por vivir…. 

 

La oración al Hijo y con el Hijo es la llave que abre el corazón del Padre, y como a Jesús, no hay día que Dios también no nos diga: "Este es mi Hijo amado en quien me complazco…".

 

Ahora nos corresponde a nosotros, que retomamos el camino del tiempo ordinario, hacer fructificar la riqueza de nuestro bautismo, permaneciendo en el amor en el que hemos sido inmersos y dejando que este amor surja de cada gesto y de cada palabra.

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