Dom. IV de Adviento. Un encuentro, un compromiso
En este cuarto domingo de Adviento, el Evangelio nos cuenta la visita de María a su prima Isabel. Queremos detenernos en particular en dos aspectos: llevar a Jesús a los demás y la alegría que nace en aquellos que lo acogen.
María, después del anuncio del ángel, «se levantó». Este levantarse es el verbo de la Resurrección: María nos dice que la Palabra acogida nos resucita, nos hace levantarnos. Se empieza a actuar de forma correspondiente a lo que Dios ha hecho. Se puede correr el riesgo de pasar la vida como simples oyentes de cosas buenas como la catequesis, la misa, los momentos de oración, pero nuestra vida no cambia ni un punto, no nos levantamos de nuestras comodidades; pensamos que ese poco tiempo donado a Dios, sin una auténtica actitud, puede ser suficiente para nuestro camino espiritual. María, en cambio, se levanta, tiene que ir a ver a Isabel, el ángel le ha hablado de ella. María nos dice y nos da testimonio de que después de la Palabra recibida se levanta, porque hay algo importante que comunicar, hay que salir y servir de inmediato.
La obra de Dios no es posesión; no se puede mantener para uno mismo. ¡Automáticamente hay una nueva realidad! Las cosas que se hacían antes se pueden modificar. Cuando aceptamos seriamente la Palabra, surgen nuevas sensibilidades, otras cosas que hacer, hay que ponernos en marcha. La palabra dada, que María ha recibido, debe ser compartida. María e Isabel se encuentran en la fe, y les conduce a una relación familiar. Hoy, sin embargo, tenemos una visión privada e íntima de la fe; en muchas parroquias no se tienen relaciones reales, no crean comunidades, prima el individualismo. Por supuesto, necesitamos intimidad con Dios, pero si siempre estamos solos, ¿qué sentido tiene la fe? Seremos juzgados por el amor, el criterio que Dios usará será este: "¿has amado? ¿hiciste algo para alegrar a los demás?" Esto es lo que hace María y esto es lo que Dios nos pide que hagamos si realmente lo hemos encontrado.
El segundo aspecto es que el encuentro entre María e Isabel conduce a una explosión de alegría. Es como si Isabel dijera: "tu fe me fortalece, te necesito, agradezco que me traigas a Aquel que me da la verdadera alegría".
A veces vemos cristianos que parecen estancados, todos tristes, sin la alegría pascual, sin la alegría de la Resurrección. Es cierto que a menudo tenemos problemas que parecen aplastarnos, pero no hay que olvidar que somos hijos de la Resurrección; que uno de los signos del cristiano que vive una vida en el Espíritu es la alegría incluso en medio de la dificultad. Hoy, por lo tanto, ante la invitación que Dios hizo a María a través del ángel para que se regocijara, ante la alegría de Isabel, nos preguntamos: ¿cómo vivimos la irrupción de Dios en nuestra vida? ¿estamos a menudo tristes? ¿estamos enfadados? ¿Conseguimos vivir la alegría pascual incluso en las pruebas?
«En la casa de Isabel, la venida de Jesús a través de María ha creado no solo un clima de alegría y de comunión fraternal, sino también un clima de fe que lleva a la esperanza, a la oración, a la alabanza. Todo esto nos gustaría que sucediera hoy en nuestras casas. Nos gustaría que, una vez más, nos trajera a nosotros, a nuestras familias, a nuestras comunidades, ese inmenso regalo, esa gracia única que siempre debemos pedir primero y por encima de las otras gracias que también nos importan: ¡la gracia que es Jesucristo! Al traer a Jesús, la Virgen nos trae también una nueva alegría, llena de significado; nos trae una nueva capacidad para atravesar con fe los momentos más dolorosos y difíciles; nos trae la capacidad de misericordia, para perdonarnos, comprendernos, apoyarnos unos a otros» (Papa Francisco).
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