Dom XXIII del T.O. ¡Effetá!



El Evangelio, que propone la liturgia de la Iglesia para este domingo, presenta el encuentro de Jesús con un sordomudo, un hombre prisionero del silencio, condenado a una vida sin palabras, pero que no naufragó porque fue acogido en un círculo de amigos que lo cuidaron y lo llevaron a Jesús. La curación comienza cuando alguien ofrece su ayuda (el arte muy humano del acompañamiento). A Jesús le rogaron que le impusiera las manos, pero Él hace mucho más, quiere mostrarle la misericordia de Dios. Lo llevó aparte, lejos de la multitud, un encuentro en la intimidad: “por esta vez, nada es más importante que tú." 

En adelante, la invitación es a entrar en el simbolismo del relato. Jesús puso sus dedos en los oídos del sordo. No hay palabras, sólo la afección de los gestos. Y después toca su boca, gesto íntimo y cautivador; junto con la respiración, las palabras, son símbolos de la vida.

Es un Evangelio del contacto. La cercanía física no desagradaba a Jesús, al contrario, el cuerpo se convierte en un lugar santo de encuentro con el Señor, un espacio del Reino. La salvación no es ajena a los cuerpos, pasa a través de ellos. Y mirando al cielo le dijo: ¡Effetá, ábrete en arameo, en el dialecto hogareño, en la lengua materna; ábrete, como se abre una puerta al huésped, una ventana al sol, los brazos al amor. Ábrete a los demás y a Dios, incluso con tus heridas, abre el alma porque de ella sale y entra vida. 

Una vida sanada es aquella que se abre a los demás, e inmediatamente se le abrieron los oídos, se desató el nudo de su lengua y habló correctamente. Primero los oídos, porque el primer servicio que se debe prestar a Dios y al hombre es siempre la escucha. Si no sabes escuchar, pierdes el habla, te quedas mudo o hablas sin tocar el corazón de nadie. Y luego la boca, para agradecer y alabar a Dios.

Quizás el silencio de la sociedad actual depende del hecho de que ya no sabemos escuchar a Dios y al hombre: sólo quien sabe escuchar puede hablar. Un don que debemos pedir incansablemente para el sordomudo que llevamos dentro: danos, Señor, un corazón que escuche. Entonces nacerán pensamientos y palabras que sabrán a cielo.

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