Podcast II Dom de Pascua (B) - Soy un poco como Tomás


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En la noche de Pascua, los discípulos se encontraban juntos, en un lugar cerrado. Ya se habían dispersado después de la detención de Jesús. ¿Qué los impulsó a volver a estar juntos?

Probablemente fue la extraordinaria noticia que María de Magdalena trajo a Pedro y al discípulo amado por Jesús: que el sepulcro estaba abierto. Los dos habían ido a comprobar y habían verificado que en el sepulcro ya no estaba el cuerpo de Jesús; seguro debieron haber advertido a los demás, que poco a poco fueron llegado (excepto uno). Algunos desorientados preguntándose qué había pasado con el maestro; otros como el discípulo amado creyendo que había resucitado de la muerte como les había predicho. Y justo cuando el sol se estaba poniendo en ese día lleno de alegría y dudas, Jesús viene entre ellos. Los saluda con la paz; hace nacer en ellos la alegría; da su espíritu de vida y los envía a llevar a los demás este regalo. Aunque no entienden todo lo que está pasando, sienten que su esperanza y su vida renacen.

En los días siguientes cuentan de este encuentro a Tomás, que no se había reunido con el grupo cuando Pedro había dado la noticia del sepulcro vacío. Pero no quiere creer, quiere ver y tocar las heridas de las manos y el costado. Siete días después, los discípulos se reúnen y Tomás está con ellos; en medio de ellos aparece Jesús; viene a responder a la petición de Tomás que quería ver las heridas: al tocarlas reconoce que Jesús es el Señor, es Dios. El resucitado así anticipa la petición de los futuros discípulos: “felices los que sin haber visto creerán”; es decir, creerán en la palabra de los once, gracias a su testimonio de vida.

De hecho, incluso cuando Jesús ya no volvió a estar entre ellos visiblemente, los discípulos seguían reuniéndose en memoria de ese día especial para contar lo que habían vivido con Él, para repetir el gesto de la cena. Sentían que cada vez que hacían esto, Jesús Resucitado venía entre ellos. 

Así nació la Iglesia y fue creciendo, de domingo en domingo, como nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles. Los bautizados se reunían y formaban “un solo corazón y una sola alma”, aprendían a amarse y a ayudarse concretamente en las necesidades, superando la tendencia humana a pensar cada uno solo para sí mismo. 

Desde esos años hasta hoy han cambiado muchas cosas, pero continuamos en el camino iniciado en aquellos días: nos reunimos para escuchar los relatos de los apóstoles, para hacer memoria de la cena de Jesús, para aprender a amarnos y ayudarnos.

El tiempo que va de un domingo a otro, para los primeros discípulos, como para nosotros hoy, es el tiempo de la vida cotidiana, de la familia, del trabajo, de los amigos, de las alegrías y de los dolores. Es el momento de descubrir lo que dice la resurrección de Jesús a nuestra vida. Entre un domingo y otro suceden las cosas de la vida: hombres y mujeres se enamoran y se aman; los niños nacen a la vida; todos comienzan y terminan sus trabajos, sus estudios; las personas se enferman y mueren. En estos días “cotidianos” siempre nos encontramos con un Tomás que dice: si no veo a Jesús con los signos de las heridas, no creo que haya resucitado. Nosotros también, durante nuestra vida, cuando experimentamos la fragilidad física y espiritual, nos volvemos un poco como Tomás: nos resulta difícil creer que la vida es más fuerte que la muerte, el corazón tambalea, la esperanza vacila. Luego viene de nuevo el domingo: y como Tomás, nos reunimos con los otros discípulos para hacer memoria de la vida de Jesús: de nuevo lo vemos venir entre nosotros, de nuevo escuchamos sus palabras, repetimos los gestos que él hizo sobre el pan y el vino, recibimos la misión de ser sus testigos. Y alentados por él, llevándole en nuestro corazón, empezamos de nuevo una nueva semana, en la que aprender a vivir como vivió Jesús, a esperar y amar como Él lo hizo.

Sabemos que la vida de muchas de nuestras familias se ve herida por la muerte, la enfermedad, la pérdida del trabajo, el desaliento frente a los problemas y la desesperanza. Y al encontrarnos con Jesús, no podemos evitar hablarle de todo esto. Pero creemos que Él viene a tomar sobre sí nuestro miedo; Él sopla sobre nosotros para darnos fuerzas de nuevo.

La primera carta de Juan nos dice que gana el mundo el que cree que Jesús es el Hijo de Dios que ha venido con agua y sangre”. El ministerio de Jesús comenzó con el bautismo en el agua del río Jordán y terminó con la sangre de su pasión y muerte. Así nuestra vida de discípulos: comienza con el agua del bautismo y se realiza con el don total de nosotros mismos por amor. Creer y vivir así significa tener esa “fe que gana el mundo”, que gana a la desconfianza y por eso hace posible la vida. Dios dio la vida resucitada a Jesús que se donó a sí mismo por amor. Dios da nueva vida a los que, como él, se dan a sí mismos por amor.


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