No es la vida la que vence a la muerte, sino el amor...
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Estamos ante los últimos días del camino de Jesús a Jerusalén. Los grupos de poder: sacerdotes, ancianos, fariseos, escribas, saduceos, se unen en el rechazo a ese “maestro- rabí” surgido de la nada, que se atribuye el poder de enseñar, sin tener autoridad social, sin “enchufes”, (es como cualquier laico). Estos poderosos rivalizan, lo enfrentan, lo desafían, son un círculo letal que se estrecha a su alrededor.
En este episodio adoptan una estrategia diferente: ridiculizarlo. La paradójica historia de una mujer, siete veces casada, viuda y nunca madre, es utilizada por los saduceos como caricatura de la fe en la resurrección: le preguntan ¿Cuál de los siete hermanos con los que se desposó será el esposo de esa mujer? …
Jesús, como solía hacer cuando querían aprisionarlo en asuntos debatibles, invita a pensar de otra manera y en grande: los que resucitan no se casan. La vida futura no es la extensión de la presente. Los que han muerto no resucitan a la vida biológica sino a la vida de Dios. La vida eterna significa la vida del y con el Eterno que es el Amor.
Yo soy la resurrección y la vida, le dijo Jesús a Marta. Ojo, aquí notamos el paso: primero la resurrección y luego la vida, una especie de inversión temporal, y no, como hubiéramos esperado: primero la vida y luego la muerte/resurrección. La resurrección comienza en esta vida; son los vivos los que deben resucitar y despertar.
Fuerte como la muerte es el amor. No es la vida la que vence a la muerte, es el Amor; cuando todo amor verdadero se sume a nuestros otros amores, sin celos y sin exclusiones, sin límites ni remordimientos, sino una inesperada intensidad, profundidad, de amplitud en el amor estamos resucitando.
El Amor no nos pedirá que abandonemos esos rostros amados y familiares para volvernos hacia un extraño, aunque sea el mismo Dios. Nuestro error no fue que los amáramos demasiado aquí, sino que no nos dimos cuenta de lo que amábamos de verdad en ellos.
Cuando veamos el rostro de Dios, comprenderemos que lo hemos conocido siempre: Él formó parte de todas nuestras experiencias mas puras de amor terrenal, creándolas, sosteniéndolas y moviéndolas, momento a momento, desde dentro. Todo lo que en ellos era amor auténtico era más suyo que nuestro, y nuestro sólo por ser suyo. Este es el comienzo de toda resurrección.
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