Dom XXIX del T.O. Gratitud
Hoy, en la sociedad que vivimos, escuchamos quejas constantes por tantas cosas… quejas por un lado o por el otro… y terminamos angustiados y entristecidos. La psicología lo llama estrés, una enfermedad de nuestra época. A veces es tan grave la situación que nos volvemos molestos, tóxicos para los demás. Otro aspecto que llama la atención, es la dificultad de agradecer; nos acostumbramos a satisfacer nuestras necesidades sin más; venga de quien venga, solo es un instrumento para mi bienestar; aquello que era un valor normal, hoy es algo raro, incluso se admira. La queja y la ingratitud.
Antes de mirar las dificultades, el Señor nos enseña a agradecer lo recibido, los dones. Si ahora mismo nos propusiéramos enumerar lo que Dios nos ha dado, seguro que tendríamos una gran lista. El evangelio de este domingo precisamente tiene su epicentro en la gratitud.
¿Qué sucedió? Jesús estaba de viaje, camino de Jerusalén; al entrar en un pueblo, diez leprosos se le acercaron y clamaron con su sufrimiento una súplica: «Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros». Como estos, nos acostumbramos a entender la oración como súplica, como petición ante una necesidad profunda del corazón. Pero Jesús no los sanó al instante; les dijo que fueran a presentarse ante los sacerdotes para recibir un certificado de curación. Partieron, y durante el viaje se sintieron sanados, purificados, limpios. Debieron correr para llegar a los sacerdotes lo antes posible y poder volver para abrazar a sus seres queridos: sus esposas, hijos, parientes y amigos. Uno de ellos, al verse curado, regresó alabando a Dios en voz alta y se postró ante Jesús para darle gracias. La historia enfatiza que era samaritano, es decir, un enemigo, un hereje, alguien que no pertenecía al pueblo fiel de Dios. Es interesante notar que, cuando Jesús quiere enseñar cosas importantes, usa a un samaritano como ejemplo. En este pasaje, cuando enseña a orar, a orar con sinceridad, toma a este leproso, a este samaritano, como modelo. Luego de la sanación al ver al que vino, dice: "¿No quedaron limpios diez? ¿Y dónde están los otros nueve? ¿No se encontró a nadie que volviera a dar gloria a Dios excepto este extranjero?". Y al samaritano, Jesús le dice: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado».
Diez sanados, uno salvado. Esto significa que la salud física va más allá de la curación de una enfermedad, sino algo más profundo, más necesario: la sanación del corazón, la salvación del alma, la verdadera vida que Dios nos da en esta tierra para la eternidad. Creo que todos hoy podemos valorar esa profunda oración, la oración de alabanza, de acción de gracias, tan frecuente en la palabra de Dios, especialmente en los Salmos. En la misma liturgia eucarística cuando celebramos, escuchamos esas humildes palabras al comienzo de la Plegaria Eucarística: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno...», y seguimos dando gracias por todos los beneficios de Dios a la humanidad, a la Iglesia, a cada uno de nosotros. El apóstol Pablo nos enseña: «¡Dad gracias en todo!».
Para practicar y aprender la oración de acción de gracias, en lugar de quejarnos y entristecernos, podemos adoptar este hermoso hábito: cada noche, hagamos un examen de conciencia; al repasar el día, podemos buscar al menos tres cosas que experimentamos o encontramos por las que estamos agradecidos. Así, aprendemos a vivir en paz, alegría y confianza, sintiendo constantemente el abrazo de Dios que nos ama, con un amor infinito.
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