Dom XXVI del T.O. Al atardecer de la vida, me examinarán del amor



Durante los últimos domingos, el estribillo ha sido el mismo: ¡ten cuidado con cómo administras lo que tienes! Y como si no fuera poco, este domingo también nos vemos invitados a considerar seriamente las consecuencias de nuestras decisiones, o de lo que podríamos haber hecho pero no hicimos, revelando que el mayor mal reside en el bien que dejamos de hacer.

 

En el Evangelio, Lucas nos presenta un poderoso relato: el de un hombre rico y el pobre Lázaro. Una parábola que nos invita a considerar la naturaleza de nuestras elecciones en esta vida y las consecuencias eternas que pueden derivarse de ellas.

 

El hombre rico tiene una enfermedad muy común hoy en el mundo y entre nosotros los cristianos: la hipocresía. De hecho, con palabras de hoy, el hombre rico podría decir: «Pero yo no he matado a nadie, no le hago daño a nadie. Si Lázaro muere de hambre, ¡no es culpa mía! ¡es culpa de la sociedad!, yo tengo la conciencia tranquila». Pero viéndolo desde la perspectiva contraria, debemos preguntarnos: ¿quién tiene más culpa de la condición de Lázaro? ¿Los demás, la sociedad, o el hombre rico, a quien nunca le importó su pobreza, ya que él no era la causa de ella? 

 

No creo que la figura del hombre rico, anónimo quizás porque puede ser el nombre de cualquiera de nosotros, fuera malo. Su verdadero problema radicó en estar demasiado atrapado en su riqueza, en su mundo, en sus comodidades, como para darse cuenta de que afuera de su puerta había un hombre pobre, que necesitaba las migajas que caían de su mesa. Lázaro, como tantos otros, no tiene lugar en su mundo; de hecho, Lázaro no es su problema, nunca le importó, si le hubiera importado, podría haberle dado un poco de su atención. 

 

Dejar sucumbir al pobre, no brindarle la ayuda y la asistencia que necesita para sobrevivir y vivir dignamente, constituye una falta contra la vida y la caridad evangélica; de ello se deduce que el hombre rico, como tantos hoy, es responsable de la condición de Lázaro. Lo dejó morir, porque nunca consideró salvarle la vida... él tiene los medios para ayudar al pobre Lázaro y no lo hace. 

 

Lázaro, por otro lado, simboliza a los que sufren y son marginados, pero que, en su humildad, son acogidos por la misericordia divina. No se dice nada sobre sus méritos ni virtudes, simplemente porque esto es irrelevante para la narrativa de la parábola. Lo que importa es enfatizar que Dios defiende a los más pequeños y se pone del lado de los pobres.

 

La parábola nos confronta con una verdad dura: nuestras acciones tienen peso no solo en esta vida, sino también en la eternidad. El rico, aunque no parece hacer nada “malo”, se ahoga en su indiferencia, aquí en esta vida. Jesús nos recuerda que el verdadero valor de nuestras decisiones radica en cómo tratamos a los demás, especialmente a los más vulnerables, y esto definirá nuestra salvación.

 

En este espacio de oración y reflexión, preguntémonos: ¿quiénes son los “Lázaros” de nuestro tiempo? ¿qué propósito tiene mi vida, día tras día? ¿qué intereses persigo, protejo, defiendo? ¿En qué invierto y a qué dedico mi tiempo? Tal vez sean los pobres en tu vida los pobres o los enfermos, o simplemente aquellos que necesitan una mano amiga. 

 

Abramos nuestros ojos y corazones para ver el sufrimiento que está a nuestro alrededor y actuemos con generosidad y compasión.

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