DOM VI DE PASCUA, Si alguno me ama...



En el Evangelio del VI Domingo de Pascua, Juan nos hace detenernos nuevamente en el Cenáculo y nos permite escuchar algunas de las últimas palabras que Jesús dirige a sus discípulos. El Maestro, que les lavó los pies y llegó a lo más profundo del servicio, descendiendo a las raíces de su persona para hablarles de su entrega y manifestarles su abrazo integral a su vida, ahora habla de amor, de inhabitación, de memoria y de paz. Perlas preciosas que salen de su boca para ser recogidas una a una hasta formar un depósito del que se puede sacar provecho de generación en generación. Jesús anuncia a sus seguidores que se acerca la hora de su partida, de su regreso al Padre, viaje penúltimo porque precederá a su nueva venida.

En este lugar donde la oscuridad de la traición no pudo prevalecer y fue vencida por la luz de un amor claro, fuerte e irreversible, Jesús invita a sus seguidores a consagrarse al amor. El amor nunca puede ser una imposición, sino sólo una propuesta, una opción. Intercepta el espacio sagrado de la libertad. Ante Jesús y el don de su vida ofrecida gratuitamente por amor a los hombres y a su salvación, existe la posibilidad de cerrarse o de acogerlo con amor: «Si alguno me ama, guardará mi palabra; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él». El amor es un poder que revoluciona la vida. Es la experiencia que aporta mayor fertilidad a quien la practica. El amor atrae el amor y permite a los humanos ampliar sus límites y convertirse en un hogar para otros. Amando al Maestro, de hecho, damos hospitalidad a la alteridad divina que se hace notar a través de sus palabras. Esta acogida se convierte en la puerta de entrada al Dios-Trinidad del Amor en el corazón del creyente. Entrando en el amor, cada discípulo deja que Dios entre en él, en su vida, en sus relaciones, en sus elecciones y las habite dándoles su propia forma, comunicándoles su propio estilo.

El amor y la obediencia van juntos. De hecho, sólo se puede obedecer por amor. La obediencia por amor crea hombres y mujeres libres; La obediencia por miedo crea esclavos. Amar a Jesús significa escuchar al Padre, desarrollar, como el Maestro, un corazón filial capaz de diálogo continuo con Dios y de abandono constante a su voluntad. Amar a Jesús significa también saber esperar ese don sorprendente del Padre que es el Espíritu Santo, el Paráclito, el amigo fiel, el abogado y el intercesor que tiene también la función de instruir interiormente, de recordar y de actualizar las palabras de Jesús. El Maestro se reúne con el Padre pero no deja solos a los suyos, los sumerge en ese clima sano de donación y de amor del que el Espíritu de Dios es garante.

Luego Jesús comunica el don que deja a sus seguidores antes de concluir su vida terrena: la paz, una paz distinta a la del mundo. Y aquí Jesús habla del mundo no como sinónimo de humanidad, sino como de aquella experiencia humana que resiste obstinadamente al amor de Dios. Mientras que la paz del mundo es frágil y fugaz, basada en compromisos y a menudo manipulada por intereses mezquinos, la paz que da Jesús es fuerte y segura porque está imbuida de su comunión con el Padre.

El tiempo de estar juntos en esa dinámica de discipulado hecha de palabras, de miradas, de contacto, de compartir, está llegando a su fin. Jesús va al Padre, a Aquel que lo envió, cuya voluntad ha sido su alimento diario ininterrumpidamente. Y va como quien va a una fiesta, invitando a sus discípulos a la alegría, a ser felices porque en el abrazo entre el Padre y el Hijo está el sentido de todas las cosas y su plenitud. En este abrazo, incluso los alejados, encuentran un hogar y los creyentes de corazón generoso descubren el estilo que más les conviene: abrazar a Dios, al hombre y a la historia.

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