Dom IV de Pascua, Domingo del Buen Pastor


El cuarto domingo de Pascua es el “Domingo del Buen Pastor” y es el domingo en el que oramos especialmente por las vocaciones al sacerdocio. Jesús se aplica una imagen muy significativa -la del pastor-, que en el Antiguo Testamento era atribuida a Dios y a aquellos llamados a actuar de algún modo en su nombre en beneficio de su pueblo, especialmente los líderes religiosos. Jesús se define como el buen Pastor, más aún, el Pastor hermoso cuya belleza consiste en dar la vida por sus ovejas y conducirlas a la seguridad, a la vida eterna. Asimismo, se critica a los malos pastores que, por el contrario, se pastorean a sí mismos, se preocupan sólo de sus propios intereses, de su propio prestigio. Del breve texto de este domingo, tomado del capítulo décimo de Juan, podemos destacar la relación entre el pastor y las ovejas, es decir, la intimidad entre Jesús y los creyentes, y entre Jesús y el Padre.

Jesús dice que “Las ovejas oyen mi voz y me siguen”. De hecho, era una imagen familiar en aquella época: Por la tarde, los pastores llevaban su rebaño a un corral para pasar la noche; un solo corral servía para varios rebaños. Por la mañana, cada pastor gritaba su llamada y sus ovejas, reconociendo su voz, lo seguían. Jesús hace lo mismo con nosotros; se relaciona con nosotros, nos dirige su Palabra, que resuena en nosotros cuando escuchamos y meditamos las Escrituras, por la inspiración del Espíritu Santo. 

Sí, el Buen Pastor nos llama, y ​​sus ovejas lo siguen, van tras él, dejándose guiar por él. Escuchar (lo que implica obedecer) y seguir: eso es lo que hacen los creyentes; escuchan a Jesús y lo siguen, asumiendo su mismo camino, intentando conformar su corazón al suyo, ir a su ritmo. Jesús abre sendas, guía por el camino de la vida y no lo hace imponiéndose, obligando, sino hablando al corazón. No es un pastor que se queda atrás gritando y golpeando, sino que está delante, hablando, guiando para que uno elija libremente seguirlo. ¿Y por qué seguirlo? ¡Para vivir plenamente!

Jesús, hablando de las ovejas, dice: «Yo... a ellos". No significa “sé quiénes son” sino “los conozco profundamente”, “tengo una relación profunda e íntima con ellos”. Jesús nos conoce mucho mejor que nosotros mismos. Tenemos aquí la relación que Jesús quiere tener con nosotros: no fría e institucional sino de verdadero afecto, de amor profundo, de diálogo íntimo. Nos hará bien preguntarnos: ¿Qué tipo de relación tengo con el Señor? ¿Íntimo y profundo? ¿O superficial, apresurado y descuidado?

Y otra vez: "Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás." Son palabras que consuelan, tranquilizan, fortalecen, que deben ser meditadas e interiorizadas. El buen pastor no nos da algo, se nos da a sí mismo y nos da la participación en su misma vida divina, y nos sostiene cerca de su corazón, guardándonos del miedo a perdernos ahora y para siempre. Y todo esto es posible en virtud de la unión-comunión que se vive con el Padre: "Yo y el ç GC somos uno".

Contemplando todo esto, podemos pedir al Señor una gracia: la de llegar a ser y ser pastores según su corazón. Si bien es cierto que esto concierne, en primer lugar, a los ministros ordenados en la Iglesia, por extensión, afecta a todos de alguna manera, porque todos estamos llamados a ser «pastores» de los demás: consagrados y consagradas, responsables de los diversos caminos, padres, educadores... y para serlo, es esencial cultivar dos dimensiones: En el corazón del ser pastor está la relación personal con el Señor, es decir, la dimensión espiritual, alimentada por la fe y la oración; y en la Iglesia la relación con las personas, hecha de conocimiento, amor, escucha, dedicación y don de vida. 

Dejaros amar y conducir por el Señor, y aprended a cuidar a los demás, viviendo como pastores, no como mercenarios. Porque el Buen Pastor da la vida, y en esta donación y pérdida de sí mismo en Él, tiene plenitud nuestra elección.

Que el Señor bendiga los pastores que entregan su ser cada día en medio del mundo dando estimonio de servicio, y  valoremos nuestra comunidad eclesial, comunidad en la que el Señor nos acoge y cuida con bondad.

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