II Domingo de Pascua - Domingo de la Misericordia


Este domingo celebramos la Divina Misericordia, fiesta instituida por San Juan Pablo II en el año 2000, tema que encontramos presente en las lecturas de este día.

 

En el texto de los Hechos se indica que, gracias al Espíritu, los Apóstoles ya no están encerrados, temerosos, sino que dan testimonio en el templo: una Iglesia que crecía a la sombra de la misericordia divina que obraba a través de ellos.

 

Otro signo de misericordia lo encontramos en el Salmo 117, donde el salmista dice: «Digan los que temen al Señor: “eterna es su misericordia”». Un amor incondicional y fiel en el que nos abandonamos.

 

En la segunda lectura, tomada del libro del Apocalipsis, san Juan es llamado, en visión, a ser testigo de los acontecimientos salvíficos realizados por Jesús y a comunicarlos a las comunidades, a las Iglesias, presentes y activas en aquel momento.

 

En el pasaje evangélico, leído a la luz de la misericordia, podemos ver dos manifestaciones de Jesús, una el «Domingo de Pascua», la otra el domingo siguiente. En la primera manifestación tenemos a los discípulos encerrados en el cenáculo por miedo a los judíos. Están allí, juntos, el domingo. A pesar del anuncio de la Resurrección traído por María Magdalena, el miedo reina. ¿Y qué hace Jesús? Él sale a su encuentro, entrando por las puertas cerradas; saluda, da su paz y se da a conocer. "Y los discípulos se regocijaron cuando vieron al Señor." Esto es lo que libera a los discípulos del miedo: ¡la presencia de Jesús, su misericordia! 

 

También nosotros podemos tener miedo de afrontar determinadas situaciones, miedo de encontrarnos con determinadas personas; también nosotros podemos sentir angustia ante las consecuencias que podrían generar algunas de nuestras decisiones. Y también nosotros podemos sentir el miedo a volver a equivocarnos, a no estar a la altura, a no lograrlo… ¿Qué nos ayuda a seguir adelante? El contacto con Jesús vivo, especialmente cuando nos reunimos con la comunidad para celebrar la Eucaristía. ¡Sí, es su presencia la que ilumina el corazón, es su misericordia la que lo pacifica! Y es bello notar lo siguiente: Jesús no sólo no dirige una palabra de reproche a los discípulos, sino que derrama su Espíritu sobre ellos y los envía a ser instrumentos de su perdón para los demás. Aquí tenemos el don sublime confiado a la Iglesia: la remisión de los pecados, primero mediante el bautismo y el sacramento de la reconciliación, y luego mediante palabras, gestos, signos concretos que ayuden a difundir la cultura de la misericordia, derribando los muros del resentimiento, del rencor y del odio. Qué bien hace al corazón dejar que el Señor nos perdone en la confesión, y qué bueno es perdonar a nuestra vez... ¡Quién sabe si estamos abiertos a tanta belleza!

 

La misericordia es también una clave para entender el encuentro de Jesús con Tomás. Tomás no estaba presente con los demás el domingo de Pascua; No se sabe dónde estaba. Es posible que no quiera creer en la experiencia pascual de los demás discípulos. Quién sabe, tal vez después de haber abandonado a Jesús en la cruz, y de la “desaparición” de su cuerpo, no aceptó quedarse encerrado en el cenáculo con los demás y, solo, buscó respuestas en otra parte. Sin embargo, Tomás está allí el domingo siguiente, con la comunidad reunida en el cenáculo. Podríamos decir que se abre a la posibilidad de encontrarse con Jesús. Y he aquí que el Resucitado sale a su encuentro repitiendo palabra por palabra todo lo que había dicho en su incredulidad («si no veo... si no meto el dedo...»). Jesús con gran misericordia salva a Tomás de sus dudas y más aún de sí mismo. Su resistencia, sus sentimientos de culpa habían sido superados por un amor más grande, por el amor del Señor. Tomás, que dijo las palabras: «vamos también nosotros y muramos con Él», había fracasado; ahora comprende que es Jesús quien dio su vida por él y se siente y descubre que es amado, buscado, perdonado.

La experiencia vivida por Tomás puede definirse como una «feliz incredulidad», que, sin embargo, generó una fe más sólida. No debemos tener miedo, por lo tanto, sino encontrar la valentía de profundizar en nuestras dudas, de sacar a la luz lo que toca el corazón de nuestra fe, aferrándonos firmemente a la certeza que emerge del encuentro con Jesús Resucitado... El Evangelio de hoy nos invita a la bienaventuranza, es decir, a la alegría de la fe, a la acogida de la misericordia  «Bienaventurados los que, sin haber visto, han creído».

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